Morir no es una novedad,
pero tampoco es nuevo vivir.
Esenin, 27 de diciembre de 1925, antes de suicidarse
El corazón anhela una bala;
la garganta ansía una navaja;
el alma tiembla entre paredes de hielo…
y nunca escapará al hielo.
Mayakovski
Il existe je ne sais quoi de grande
et d’epouvantable dans le suicide.
Balzac, La peau de chagrin
Era lo suficientemente joven
para hallar el placer en su tristeza;
y en la seguridad de ser el último,
un doloroso orgullo.
Joseph Roth, La marcha de Radetzky
CAPÍTULO I
Nunca supe cuándo comencé a pensar en el suicidio, quizás una noche después de una representación teatral en París o en el momento en que aterrorizados, prácticamente desarmados, heridos y derrotados huíamos de las tropas antiguerrilleras en Guerrero. Lo ignoro. Pero el caso es que desde que surgió no he podido abandonar la idea, es parte mía y yo de ella. Estamos indisolublemente ligados. Amores fallidos, luchas políticas fracasadas, tedio, qué sé yo cuántas cosas la han hecho nacer y desarrollarse hasta hacerse inmensa. Sólo acabará conmigo.
Hay quien lucha contra la muerte, se defiende; por lo general es considerado un héroe; pero existe también el que la busca. Este último pertenece a las minorías y es execrado; yo siempre he sido parte de ellas. Como escritor, como opositor al sistema, como hombre que acepta la eutanasia, el aborto, el suicidio y descree de Dios. Inalterablemente he estado luchando contra las mayorías, me siento fatigado.
A la humanidad, con notables excepciones, le ha parecido terrible la muerte. Para sobrevivir los fanáticos han inventado las religiones, la posibilidad de ser inmortales si se fue bueno y generoso en la tierra, en una especie de paraíso; los científicos han luchado para evitarnos en lo posible la muerte, incluso algunos hablan de conseguir la longevidad. ¿Para qué?, me pregunto. ¿Cuál es el objeto de perpetuar vidas inútiles? En todo caso podría ser alargada la del artista, la de los hombres de ciencia, la de los gobernantes justos —si es que los hay. Pero oh Dios, qué es la muerte tan temida, tan combativa: es simplemente un olvido profundo, no comer, no beber, no hacer el amor, no ver a los amigos. Es en otras palabras, descansar para siempre, estar a salvo de la intolerancia, del mal o del bien. Es todo, es sencillo y natural por más que nos aflija tanto.
He razonado la posibilidad del suicidio. No es el producto de un mal momento sino de una vida entera sin encontrar lo que he buscado. En esa terrible, afanosa, búsqueda descubrí un mundo francamente atroz. Por ello, en efecto, es una firme decisión. Hace poco supe de un niño de escasos doce años que se mató colgándose de un árbol. El suceso me impresionó: creía que el suicida era por lo regular un hombre o una mujer de cierta edad, cuando ya ha podido comprobar que la vida carece de importancia o de sentido, cuando ha meditado lo suficiente al respecto, cuando se ha desarrollado plenamente el sentido de la autodestrucción. Aquel niño vivía rodeado del afecto de su familia y en un medio normal. Sin embargo se quitó la vida. Su muerte fue un misterio. No quiero entrometerme con una o dos conjeturas sobre las causas que lo impulsaron a tan tremendo acto. Respeto su decisión. Como espero respeten la mía. Yo, a los cuarenta años, cansado, he optado por suicidarme con una pistola, como Werther, o con una sobredosis de narcótico, como Zweig.
Nada quedará atrás de mí salvo un puñado de libros de porvenir incierto y una carta, la clásica carta para exculpar a familiares, amigos o simplemente a cualquier tipo que coincida con mi cadáver antes que la policía lo encuentre. Me gustaría, no obstante, que mi muerte se produjera en medio de mejores condiciones anímicas y ser como decía Borges que eran algunos personajes de la literatura rusa: suicida por felicidad.
A estas alturas no creo que mi fallo principal estuvo en no haber amado con suficiente pasión todo aquello que emprendí, lo mismo en el amor que en la guerra. Por eso pensé fracasar en diversas acciones, como tal vez fracasaron muchos otros, sólo que los demás pudieron soportar. Mi padre, por ejemplo: era conmovedora su paciencia, su capacidad para resistir los graves problemas que lo rodearon. Lo recuerdo bien. Decía: Alguna vez, después de mi muerte, los críticos y los historiadores recuperarán mi obra. Y lo más angustioso resultaba su optimismo: Me verán como novelista, como educador, como ensayista. Qué pena. Hoy apenas está en la memoria de su viuda cada vez que recibe el cheque de la pensión. Sus amigos también han desaparecido y dudo que sus obras, a las que él suponía inmortales, se encuentren en alguna librería; posiblemente en el anaquel de una biblioteca, en la sección de volúmenes no consultados. Me dijeron que cuando murió de cáncer pocas personas estaban acompañándolo y ni una línea apareció en los diarios. Ah, sí, la nota necrológica que yo publiqué: me costó muchas y distintas aversiones porque los lectores, acostumbrados a las películas mexicanas, supusieron que yo tenía la obligación de amarlo por el solo hecho de ser su hijo. Espero al menos que el rumor de mi suicidio llame la atención de alguien, de alguna publicación amarillista, y de pronto lo consignen, una vez confirmado. De este modo mi ego quedará tranquilo, satisfecho.
Harto de la política, de querer hacer la revolución en donde nadie la quería más que un puñado de locos, retomé la vocación original: la literatura: aquí están mis mejores armas. Un aceptable éxito, algunos premios literarios concedidos (oh ironías) por un jurado completamente burgués, un alto número de críticas huecas elogiando lo que no me entendieron de modo cabal. Pero fue el amor mi más estrepitoso descalabro. Unas líneas de Oscar Wilde podrían ser parte de mi divisa:
¡Y todos los hombres matan lo que
aman! Óiganlo todos: unos lo hacen
con una mirada cruel; otros, con
palabras cariciosas; el cobarde,
con un beso, y el hombre valiente,
con la espada.
Me parece que del último modo maté a Graciela. Por celos ridículos, por odios gratuitos, porque su carácter no era lo suficientemente sólido como para enfrentarse a su familia, a su esposo. Con el tiempo creí haber borrado su imagen, por muchos meses supuse que predominaban en mi cabeza los recuerdos ingratos, las escenas de gritos y aversiones, de incomprensión e insultos, pero ahora me he percatado de que no era así: absorto en la redacción de un libro, en otras mujeres, no supe reconocerlo. Con un poco de esfuerzo hubiese logrado que dejara al marido y nunca lo intenté. Es demasiado tarde.
Graciela sabrá de mi muerte a través —eso espero— de su hermano Eduardo, el único valioso de su familia y por lo tanto alejado del país.
Quizá lo más curioso de todo esto sea la intensidad con la que pienso en la muerte y concretamente en el suicidio. Una vez escribí sobre el tema: El crimen perfecto —dijo a la concurrencia el escritor de novelas policiacas— es aquel donde no hay a quien perseguir, donde el culpable queda sin castigo; es, desde luego, el suicidio. Y es justo. Pero lo irritante es que la sociedad (sea capitalista, sea socialista) y las religiones más importantes (Dios castiga el suicidio, dice Mozart en La flauta mágica) se oponen a la muerte voluntaria. Le quitan al individuo la posibilidad de acabar con su vida cuando le venga en gana. Ése, como dirían los juristas, es un derecho inalienable. Nadie debe intervenir. O mejor, ayudar al suicida. Cuando éste sobreviva al pistoletazo o al veneno, un comité de médicos o sociólogos o lo que sea, qué demonios importa, piadosamente debería completar la obra. Eutanasia y suicidio deben tener el beneplácito de la ley porque muchos los requieren con urgencia. Pese a todo, no sucede así. Los imbéciles hacen lo “humanamente posible” para salvar a quien no desea que lo salven. Por eso yo no debo fallar.
En algunos países existen organismos para prevenir el suicidio. ¿Por qué no crear otros que lo estimulen?
Con frecuencia confunden al suicida con el loco. Es falso. Durkeim probó claramente que no hay relación entre la locura y el suicidio. Paul Lafargue, Ernest Hemingway y Jaime Torres Bodet no eran anormales. Por eso considero el famoso camino a la nada como el acto más lúcido de nuestra vida. Es justo la posibilidad de escoger el momento y la forma de morir, sin estar sujeto a una espera angustiosa que en nada depende de uno.
Es odioso morir de vejez, con las facultades físicas y mentales mermadas, babeando, diciendo tonterías. La muerte detiene de tajo el deterioro. En La canción de Odette el personaje principal se envenena, ayudado por su mejor amiga, antes de perder por completo la belleza. Y cómo diablos olvidar al trágico humorista Ambrose Bierce, pues el suyo es el suicidio más original de todos: “Adiós —escribe a su sobrina—, si oyes que me pusieron contra un muro de piedra mexicano y me despedazaron a tiros piensa que creo que es una buena manera de dejar la vida. Evita la ancianidad, las enfermedades o el riesgo de rodar las escaleras de la bodega. Ser gringo en México ¡eso sí que es eutanasia!”. Y si pensamos que Bierce llegó a este país en plena revolución y se incorporó al ejército villista, el cuadro está completo. Un hermoso final para alguien con sentido del humor y misántropo por añadidura. Una obra de arte.
Uno no se mata por cobardía, como supone el común de la gente. Se mata por valentía y coraje. Se necesita mucho valor para sentir sin temblar el helado cañón de un revólver o mirar cómo el organismo va debilitándose a causa de la sangre que escapa por las venas cortadas. Y parece que tal concepción estaba más desarrollada en el socialismo, ahí causaba estupor. Isaac Deustcher explicó la muerte violenta de Mayakovski y la manera en que un grupo de jóvenes militantes la analizó: “Quedamos desanimados y aturdidos. El suicidio era anatema en nuestro código del comportamiento revolucionario. La obligación del revolucionario era vivir para luchar. Parecía esto una verdad tan elemental y llana que la súbita ‘retirada del campo de batalla’ de Mayakovski nos parecía casi una blasfemia… el suicidio era cobardía pequeño-burguesa”. Mayakovski, quien ostentaba los títulos más hermosos, poeta y revolucionario, se mató porque no quiso aceptar el rumbo que tomaba la “revolución soviética”. Así perdió la vida por propia mano y no como Isaak Bábel, a manos de los policías políticos.
Otro aspecto me tranquiliza. Nadie depende de mí. No hay una compañera ni madre ni hermanos, menos hijos. Unos cuantos amigos y ya. Porque recuerdo a una joven española que odiaba al marido que se suicidó dejándola desprotegida “moral, económica y psicológicamente”. Había que escucharla demoler al idiota que se mató en un acceso de claridad mental. Por fortuna, nadie vituperará mi desaparición. Alguien dirá es inexplicable, quizá extraño. Listo. Pronto otras cuestiones ocuparán su tiempo.
En mi familia hubo un suicida, mi primo Andrés. Dos veces lo intentó y dos veces la buenaza de la Cruz Roja lo salvó. Después lo enviaron a psicoanálisis. Una eminencia en la materia lo escuchó (y cobró buenos dineros por ello) durante casi un año. Llegó a la conclusión de que se trataba de un caso de exhibicionismo puro, que sus intenciones eran nada más para llamar la atención y lo dio de alta recomendando (en la receta) que le proporcionaran afecto. En menos de quince días mi primo finalmente logró su cometido. De un modo inexplicable, él y una ocasional compañera ingirieron una asombrosa cantidad de barbitúricos. A ella le evitaron la muerte. Su hijo, un pequeño de cinco o seis años, que permanecía en la misma habitación del hotelucho de paso, fue la causa. Su llanto y sus gritos atrajeron la curiosidad del administrador, quien a su vez pidió una ambulancia.
Los recuerdos no son muy precisos ya. Andrés tenía dieciocho años de edad y yo quince. Cuando incineraron su cuerpo tuve la desgracia de verlo destazado, semienvuelto en una sábana sucia y sangrienta. La autopsia lo devolvió a la familia prácticamente en pedazos que el horno engulló. Un horno todavía antiguo, a base de leña. Lo que siguió fue de hecho ridículo. Con un molino para carne convirtieron los restos en cenizas y los pusieron en una urna. Acto seguido, sus padres, con los ojos húmedos por el llanto, fueron al campo a esparcirlas como si Andrés hubiese sido agrarista o simplemente campesino, para abonar la tierra, dijo mi tío en medio de una infinita cursilería. Por último, la urna fue a parar a las manos del hermano menor; niño práctico, la utilizó para guardar canicas.
Con ese antecedente, me preocupan mis cenizas, cuál será su destino. Yo pido, parafraseando a Napoleón, que las arrojen al Sena, en medio de ese pueblo francés que tanto amé y que inalterablemente me trató a patadas, haciendo gala de una espléndida tradición racista. Pero la verdad es que me tiene sin cuidado el lugar en donde queden, mientras no sea dentro de una aspiradora, entre colillas de cigarros insectos y otras inmundicias.
Algunos suicidas no pasan sus últimos días en estado depresivo. Por lo contrario, se les nota animosos, de buen humor. Supe de uno que hizo feliz a su familia antes de pegarse un tiro en un jardín público poco visitado. La paseó, se comportó todo el tiempo como un padre encantador y un marido ideal. Arregló sus papeles sin mayor prisa. Compró ropa nueva y acudió a un abogado. Finalmente se hizo cortar el pelo y las uñas. El peluquero estaba frente a un cliente satisfecho, triunfador, conversaron de un tema inusitado, de armas. Al oscurecer, dijo que iba a dar un paseo y fue la última vez que lo vieron con vida. Por supuesto, la familia ocultó celosamente el “deshonor”, el inaudito acto. Dieron versiones distintas: en una, lo mataron para robarle; en otra, un paro cardíaco en plena calle solitaria. Qué falta de respeto. Desde un principio debieron decir que el hombre tuvo a bien suicidarse y no mentir. Absurdo que haya quien piense que el suicidio es una vergüenza, una mancha. No. El suicidio es como cualquier otra muerte. Con la ventaja de que uno puede escoger el lugar, el momento y la forma para acabar con la vida. Sobre ese tipo de muerte sí tenemos control y es una maravillosa posibilidad. Total: estamos ciertamente hechos para la muerte, no hay otro objetivo ni posibilidades de toparse con algo que sería odioso: la inmortalidad y la eterna juventud: quienes las hallaron no tardaron en arrepentirse, Dios entre ellos.Ahora, hay muchas formas de suicidarse. No todas son tan rápidas y sencillas, como dispararse un tiro en la sien. Existen otras, semejantes a las enfermedades mortales, que son lentas y dolorosas, en las que poco a poco la vida va terminando. El alcohólico, como Poe, Lowry, Revueltas, Rulfo o Hemingway, sabe que bebiendo abrevia sus días y no le importa: es una agonía placentera. Conozco otra forma de morir que bien podría ser comparada con el suicidio; es aquélla en que una persona se entrega indefensa, sin lucha. Es probablemente un hombre o una mujer sin fortaleza espiritual, sin coraje, decepcionado. Dos casos podría citar: uno es el de Meursault, en El extranjero de Camus: el infeliz luego de cometer el homicidio involuntario se pone en manos de la justicia; incapaz de defenderse, harto de todo, sólo aguarda el patíbulo. Y en La vía real, Malraux desarrolla a un suicida de otro orden, un aventurero trágico que muere reflexionando: “Es posible que construir la propia muerte me parezca más importante que construir la propia vida. Antes, el mismo Perken había dicho: “El que se mata lo hace porque corre tras una imagen que se ha hecho de sí mismo. Nadie se mata si no es para existir.” Quizá presintiendo, aunque no le interese de pronto, el suicidio en ninguna de sus variantes terminará por fabricar su propia muerte. Y esto es lo que yo deseo, crear la mía, porque efectivamente he corrido siempre tras de quien creí ser, de quien imaginé ser, lo mismo en las capitales europeas o norteamericanas que en las serranías mexicanas, lo mismo en el amor que en el combate. Ahora sé que estoy a punto de encontrarme y de ser al fin mi propia imagen, la que me formé desde pequeño. Ser yo. Existiré.
Texto extraído del suplemento cultural El Búho 21/06/87 con autorización de la Fundación RAF
René Avilés Fabila
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