Desde muy joven a Juan Ponce le gustó el mundo del cabaret: ambiente que destilaba lujuria, baile, risas, amor y desamor. Apenas tenía 17 años de edad y ya daba su “moche” para ingresar a esos lugares emblemáticos de la vida nocturna del entonces D.F. como el Siglo XX, Club de los Artistas, Tío Sam, Apolo, Teatro Iris o el Fru Fru.
Primero como aficionado y luego como reportero gráfico, captó con su lente a las mujeres más hermosas y despampanantes de la noche chilanga de los años sesenta y setenta del siglo pasado, aquellas divas y vedettes de los teatros de variedad para adultos. En 1963 tuvo su primera oportunidad en el diario El Metropolitano, por recomendación del reportero de la fuente policiaca el “Chato” Azcona, y de inmediato le pidieron imágenes de Yoko, una mujer bajita, pero con un cuerpo precioso. La orden fue clara: “tome fotos del show y en camerinos”.
Para tratar de impresionar a sus jefes llevó negativos 6X6 y cinco rollos de 120. Click aquí y allá, pero se le complicó demasiado al tepiteño porque usó una cámara Yashica bifocal, no apta para el movimiento. A la hora de entregar el material su jefe le dijo enojado “¡mire Poncecito, esto es lo que debe tomar!”, y con la mano derecha mostró sólo tres de las 200 fotos que había sacado; las otras las rompió en su cara y las tiró a la basura. Ese momento fue definitorio para Juan Ponce porque le pegó en su orgullo. Estaba encabronado y frustrado. La falta de experiencia exhibió su trabajo fuera de foco.
A pesar de todo, detrás de esa cámara, había una sensibilidad y una fantasía. Un punto de vista. Además de trabajar como freelance, Juan Ponce tenía un taller y una pegadora de zapatos en Tepito, donde vivía con su familia, oriunda de León, Guanajuato. Desde los 12 años se independizó y siempre había dinero en su cartera.
Un día sus hermanos lo invitaron a una fiesta en Kodak México, donde laboraban, y quedó fascinado por la atmósfera que se respiraba y por las “chamacas guapas y arregladitas”. Al poco tiempo entró como laboratorista y ahí aprendió el arte de revelar y descubrir los grises y conseguir contrastes perfectos.
Siempre tomaba la cámara de su hermano, una Brownie Fiesta, y vestía a sus amiguitas de la cuadra de rumberas y vedettes. Así comenzó su amor por la fotografía y su obsesión por el cuerpo femenino. La obra de Juan Ponce es única e insuperable: congeló fragmentos de la vida nocturna de la Ciudad de México, fotos sensuales y sexuales que aprisionaron el tiempo y que documentaron, paralelamente, la moda, lugares míticos y rostros radiantes desde un ángulo o momento inesperado.
Publicaciones como La Prensa, SIR, Órbita -la Playboy de los pobres-, Ovaciones, Esto, El Sol de México, Estadio, Diversión, Escandalosa, La novela policiaca, Clímax, Chulas y Divertidas, le pedían imágenes eróticas, sugerentes, de mujeres como Sasha Montenegro, Lyn May, Cleopatra, Paulette, Meche Carreño, Ivonne Govea, Olga Muñiz, Cristina Molina, Isela Vega, entre otras vedettes, que lo mismo fueron protagonistas en películas de ficheras como en el teatro burlesque.
La obra fotográfica de Juan Ponce no sólo es un notable testimonio visual de la vida que se va sino un documento imprescindible para entender mejor esta parte de la cultura popular mexicana sin maniqueísmos, alejándose de la idea estereotipada de que el cuerpo femenino es objeto sexual o simple pornografía. O como lo describió la rubia Wanda Seux: “A las vedettes que destacamos en México se nos denigró como mujeres de ‘cascos ligeros’, pero nunca lo fuimos. Aseguraban que cobrábamos por hacer de todo, pero nuestro único pecado fue haber sido las estrellas de la vida nocturna del país”. Las fotografías de Juan Ponce son la voluntad de ser una experiencia, un paseo inmoral, un misterio ante los ojos del otro. Una intuición traviesa.
La consentida y preferida de Juan Ponce fue Norma Lee, “La Diosa del Amor”. Tuvo una amistad y romance de “buenos amigos”. Nadie como ella, era toda una estrella. La conoció en los camerinos cuando era zapatero. Hacía atrevidos shows de burlesque y que no dejaban nada a la imaginación. Ella pensaba que “Juanito” era otro junior porque llegaba en un Renault Dupin o en un Barracuda. En esos años, el maestro Ponce iba a muchos cabarets con amigos mucho mayores que él y así empezó a relacionarse con aquellas mujeres casi inalcanzables.
Juan Ponce fotografió a todas: desde la Princesa Yamal hasta la Tesorito. Muchas estaban casadas con famosos del espectáculo y eran muy celosos, los políticos ni se diga. En una ocasión retrató a la mujer de Manolo Muñoz. Estaba tomándole fotos en la sala de la casa y llegó Manolo enojadísimo. A pesar de que lo conocía muy bien, el cantante le reclamó de una forma poco amable: “qué te pasa, por qué andas retratando así a mi esposa. ¡Qué falta de respeto!”. También algo parecido le sucedió con las parejas de Meche Carreño y Macaria.
En 1985 terminó el sueño con la llegada del table dance, las vedettes desaparecieron poco a poco. La influencia gringa de cómo divertirse por las noches llegó para quedarse.
Mujerones como Doris Pavel, Olga Muñiz, Princesa Lea, Angélica Chaín, Merle Uribe, Grace Renat, empezaron a los 16-17 años y ya estaban bien formadas, con unos cuerpos espectaculares. Pero también la vida nocturna cobra factura, varias se envenenaron o terminaron mal como la hermana de la India María. También muchas vedettes no cuidaron su dinero como la argentina Thelma Tixou, que fue maltratada y estafada por su marido y representante el ex boxeador Adolfo Goldstein, y sobrevivió gracias a una pensión de la ANDA y a la venta de strudels de manzana. Al final sólo queda de consuelo lo que dijo alguna vez Rossy Mendoza: “El cuerpo envejece, pero el alma nunca”.
Juan Ponce encontró en la fotografía una forma de expresión y conexión con la gente. En tiempos de TikTok donde todo mundo se cree pintor, fotógrafo, escritor, artista visual, músico, DJ, periodista o cineasta, la obra del querido Juan destaca, precisamente, por su singularidad vital, por la fascinación que genera entre la vieja y nueva guardia. No hay duda de que su personalidad dicharachera y alivianada, es el reflejo perfecto de sus fotografías. Buen ojo y dedos seguros, no cualquiera, sólo el maestro Juan Ponce.
Moisés Castillo