Consideraciones de un libador profano

Por: Ricardo Lugo Viñas

El mezcal es una bebida de sangre azul; prístina, de prosapia, campirana y bucólica; fruto del sacrificio de varios corazones de la tierra sometidos a la alquimia del fuego y los vapores; una bebida diáfana del corazón y de alta relevancia espiritual. Por ello lo aconsejable es beberlo solo. Derecho, sin intermediarios, tratando de establecer desde el principio una relación horizontal y verdadera. De tú a tú. Sin engaños. Él, con sus más de 40 grados de alcohol y su aceitado cuerpo. Nosotros, con nuestros sentidos abiertos; dispuestos a soportar –con el estoicismo del faquir que traga una brasa– la oleada de fuego que nos atestará ese primer trago. Sentir su lento descenso, como de húmeda lumbre que busca acomodo en nuestro interior, al tiempo que sus vapores retornan por donde vinieron. Luego de ello podemos lamer un poco de sal de gusano, mordisquear una rodaja de naranja o limón, tragar dos buches de cerveza –excelente chaser para el mezcal–, triturar en la boca un puño de chapulines o simplemente quedarnos pasmados, sólo para reconocer una triste verdad: lo mejor ya ha pasado, el primer trago de mezcal. Los siguientes tragos sólo serán un vaivén para olvidar el primer trago.

El mezcal se toma con infinita calma. Pocas bebidas de expansión exigen tanto tiempo llano y contemplativo. Una buena hora para comenzar la jornada mezcalera podría ser el medio día, pues el mezcal es un excelente aperitivo y, ya se sabe, no es bueno comer con el estómago vacío. Pero si, como se dice, la tarde está mazcalera, las cinco o seis son pródigas horas para iniciar la libación. Sentarse a beber mezcal es en sí un acto subversivo, porque va en contra del tiempo de la utilidad y nos devuelve al de la belleza, el ocio y la tranquilidad.

Procurarse un espacio que conduzca al gozo compartible, al esparcimiento. El sosiego es también ideal a la hora de departir el mezcal: la barra de una cantina, la mesa de un silencioso restaurante, la sala de una casa, el palenque donde nace el vino mezcal, el cuerpo del ser amado o mientras se ve una película. Por cierto, bajo la férula de este elíxir, se puede mirar la película Mezcal, del director mexicano Ignacio Ortíz o leer la novela Bajo el volcán, del más mezcalero y mexicano de los ingleses: Malcolm Lowry. La música también puede suscitar tórridos espacios proclives para el mezcaleo. ¿Chavela Vargas, José Alfredo Jiménez, Mozart, Brahms, Los Tigres del norte? Lo que usted guste y mande, excepto trova combativa de guitarritas lloronas.

El mezcal es una bebida de la conversación, la risa y la compañía. Aunque le aconsejo seleccionar a los contertulios y correligionarios de veladora con antelación, no durante el ritual. El mezcal se puede beber con tristeza, pero no en soledad. Ya lo expresó así el gran compositor Chucho Palacios: “Que sirvan las otras copitas de mezcal, que al fin nada ganamos con ponernos a llorar…” Desde el primer sorbo uno quiere levantar la copa, decir salud, empinar el codo y dar inicio a la convivencia etílica. Otros licores llaman a la introspección, no así el mezcal, que es eminentemente social, amoroso.

El mezcal se bebe a sorbos; o, mejor dicho, a traguitos. No se paladea, se traga. Sin entretenerlo en la boca. Prácticamente se fuma. Y esos vapores que regresan, al exhalar, nos entregan su espíritu de fuego, tierra, planta, alcohol y lluvia. Desde luego puede optarse por emular al gran Pedro Infante y beberlo directo de la botella, a grandes bocanadas, y al final gritar, para el beneplácito del respetable, “Ay, ay, ay, ay, esto es vida, lo demás son tarugadas”. Nada más que es probable que los tropeles, derrumbes y animadversiones aparezcan antes de la cuenta, lo digo sin puritanismos.

Técnicamente el mezcal no tiene cocteles derivados, pero se lleva bien con cítricos o tomates frescos y sal de gusano. Existe un coctel popular –parecido al tequila sunrise– hecho con naranja, granadina, hielo, sal y mezcal. El tema con los cocteles y el mezcal es que algunos de ellos –particularmente los almibarados– ocultan por completo su sabor. Esto, además de peligroso, puede ser poco agradable al paladar. Por otra parte, existen infinidad de mezcales “abocados” (con frutas, hierbas o animales) que aportan otros aromas, texturas y sabores al vino de los magueyes. 

Lo mejor es escanciar el mezcal en jicaritas de guaje o vasitos de veladora, esos de aproximadamente dos onzas, que tienen herrado el monograma IHS al fondo, para poder mirar la cruz y decir: “hasta no verte, Jesús mío”. También gozar el misterio de las perlas que se agolpan a las paredes del cuenco, olisquear los ligeros vapores que se escapan al servirlo. A mí me gusta sumergir un dedo para sentir y probar su aceite; mojarme los labios con él antes de probarlo.  

Como ningún mezcal sabe igual que otro, la curiosidad y la heurística suelen ser invaluables aliados. Todo mezcólatra es un gambusino en potencia; un marinero que ejerce la navegación de cabotaje: va de puerto en puerto, de bar en bar, de palenque en palenque, en busca de novedades, experiencias, cepas, sabores y maneras. Beber mezcal es estar dispuesto al asombro; practicar el gusto por la diversidad y el arte del rodeo.

El mezcal es bálsamo contra todo tipo de males. Y de bienes, también. Siempre ayuda a ser como él: más transparente. Muchos mezcales han sido “abocados” exprofeso para curar o sanar ciertos desasosiegos, físicos y metafísicos. El mezcal de cedrón: para la desazón estomacal; el de Avispa solitaria, para el mal del entoloachamiento; o el de damiana, contra el estrés y a favor de la calma.

Sea como sea, a sorbos, rociado sobre el cuerpo del ser amado, a la Pedro Infante, en ayunas, como remedio medicinal o digestivo, nunca debemos perder de vista la dimensión sacramental de esta bebida incandescente, ni olvidar que, para todo fracaso, mezcal en un vaso; para todo gozo, mezcal hasta el fondo. ¡Salud!


Ricardo Lugo Viñas

Ricardo Lugo Viñas (Ciudad de México, 1985). Escritor y editor. Estudió Historia en la FFyL de la UNAM y música en la Escuela Nacional de Música. Autor del libro Las anforitas ocultas (2013) y antologador de la colección Santa María la Ribera. De autores y calles (2014). Dirigió la Casa de Cultura Aztahuacan entre 2007 y 2009.  Ha impartido conferencias, charlas y recorridos literarios e históricos para diversas instituciones culturales del país. Es editor de la revista y editorial Los Bastardos de la Uva. Su más reciente colaboración fue para la antología Lados B (2018). Durante el 2016 fue becario del programa Jóvenes Creadores del Fonca. Actualmente es docente en los diplomados de Profesionalización de mediadores de Salas de Lectura y Acompañamiento en procesos lectores del Programa Nacional Salas de Lectura y articulista en la revista Relatos e Historias en México.