Por: Rodrigo Garnica
Los pabellones de cancerosos generan el miedo absoluto desde su nombre: Oncología Quirúrgica. No entras en él por una gripe. Recorres con la vista los cubículos mientras te desplazas por el largo pasillo que te llevará a tu cama. La que te indique la trabajadora social a quien sigues dócilmente. Te ayudará a instalarte. Te dejará solo tu familiar, si lo tienes, porque fue a los trámites de tu internamiento. Y esperarás, porque los hospitales son, sobre todo, para eso: para esperar. Ni siquiera con la posibilidad de recibir una buena noticia. No hay buenas noticias en los hospitales. Todas, de aquí en adelante, serán malas. Y a pesar de que te dieron la indicación de cambiar tu ropa de calle y colocarte la ridícula bata por la que mostrarás el trasero, asomas al pasillo para contemplar, con cierto sentimiento de nostalgia, el último bastión de tu despreocupada vida anterior. Ya no es despreocupada. Ahora estás tan enfermo como las personas que miras a tu alrededor. Recuerdas que alguien dijo que la peor combinación que existe es la vejez con la enfermedad. La vejez, pase, porque antes de la enfermedad vives como un saltimbanqui a la edad que sea, como un bailarín de tap, así tengas ciento veinte años. Pero juntas son la catástrofe. Están los achaques, claro, pero son poca cosa comparados con lo otro.
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Debo aceptar que me da vergüenza morir. No miedo, ni esperanza. Vergüenza. Que se haga de ello un acontecimiento social. Que algunas personas ─escasas─ lo sientan de verdad, pero deban convertir su dolor en una faena. Y que yo esté allí, sin moverme, sin taparme la cara cuando asomen al féretro para contemplar mi cadáver, sin que pueda participar ni decirles lo que me sucede. Inmóvil pero también inerme. ¡Con tantos pendientes! El mayor de todos, no estar más al lado de Isabel, dejarla sola.
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Todo eso recorre velozmente mi cabeza mientras veo pasar a un enfermo arrastrando su tripié que a su vez carga la venoclisis porque le dijeron que caminar es su salvación, sus intestinos sólo se moverán de esa manera. Más allá, alguien grita de dolor sin que pueda darme cuenta del motivo exacto de su sufrimiento. Y otra vez me lleno de palabras que no sé si tienen algún significado pero que revolotean por mi mente, igual a una enorme parvada que se retira a dormir. Lo mismo que haré en unos momentos. Lo peor de esta situación es el tufillo religioso que contiene y que había logrado desterrar hace muchos años: un final de partida, una rendición de cuentas: ¿Valió la pena? ¿Quedó algo por hacer? ¿Si volvieras a comenzar repetirías tu historia? No se nos ocurren otras preguntas, el vacío campea frente a los ojos, frente a los ojos del ser. Los recuerdos salvan, pero no acuden con la puntualidad deseada ni con exactitud. Inventas, dices que recuerdas, pronto descubres que no recuerdas nada. Sin datos públicos, incluidos los tuyos. Vacío absoluto, ideas vagas: trabajar, ganar dinero, tomar unas vacaciones, escribir un libro. No más. Y continuar.
No soy un optimista irredento, pero hay algo que desvía mi atención: siento miedo ante el dolor físico y ante el aburrimiento. La humillación del enfermo. Sentir que algo he hecho mal y llenarme de culpa: por lo que comí, por lo que no comí, por haber fumado o por no haberlo hecho, por beber en exceso, por ser abstemio, por mi mal comportamiento, por mi trato hacia las mujeres en ocasiones, por mis pecados, por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa. Por ser ateo. Abrumado ante ese pensamiento tatuado en mi memoria desde muy temprana edad, abrumado por el recuerdo de mi abuela cristiana y alcohólica, por todos los males del mundo y por los seres conocidos y los no conocidos.
Mientras tanto, espero, como una sentencia, la convocatoria que me harán unos médicos encapuchados en su esfuerzo por salvarme la vida.
Rodrigo Garnica
(Ciudad de México, 1942), médico-psiquiatra y escritor; en 2003 obtuvo el Premio Nacional de Novela José Rubén Romero por “La pregunta”, la cual fue muy bien recibida por la crítica y los lectores. Ha publicado el volumen de ensayo “El botánico del manicomio” (1997), el cuaderno de cuentos “Para aclarar los sucesos” (1979) y entre otras, las novelas “Mujer de fin de semana” (1981), “Crónica de una noche interminable” (1982), “El íncubo y la doncella 2 (2002), “La memoria ofendida” (2017), “Los justicieros” (2018) y “Los ácratas” (2011), esta última galardonada con el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima para Obra Publicada, 2012. Circula en librerías “Memoria en ruinas” (Casa Editorial Abismos, 2021), nueva ‘novela’ donde Garnica explora sobre la presencia de lo vivido en una obra de ficción. |