Juan Ponce Guadián nació el 16 de marzo de 1945 en Tepito, en el número 78 de Rivero, la calle de las muchachas de mala conducta, como llamaba José Alvarado a las profesionales del amor. De niño le gustaba boxear y varias veces llegó a subirse al ring que durante las fiestas patronales se colocaba en el atrio de la iglesia de San Francisco de Asís, en la Plaza Fray Bartolomé de las Casas. Era bravo y veloz, tenía cualidades pero no siguió el camino de Luis Villanueva, Kid Azteca, de Raúl el Ratón Macías, José el Huitlacoche Medel, Carlos el Cañas Zárate o de tantas otras leyendas del pugilismo y del barrio a las que seguramente conoció ese niño inquieto que a los 12 años andaba en busca de modelos para retratarlas con su cámara, una Brownie Fiesta bifocal de la Kodak, propiedad de su hermano mayor, José, quien trabajaba en esa empresa y al que debe el descubrimiento del pasatiempo que se volvería su gran pasión y su forma de vida.
Su padre, originario de León, Guanajuato, era zapatero y Juan no sólo aprendió ese oficio sino que siendo adolescente puso su propio taller en la calle de Panaderos, él tenía una máquina pegadora, que compró en abonos con el aval familiar, y su papá, con quien compartía el local, una de acabados. Es en ese tiempo cuando, con dinero en la bolsa y en compañía de sus amigos mayores de edad, da sus primeros pasos en el mundo de la vida nocturna de una ciudad donde las marquesinas brillaban intensamente con los nombres de las vedettes que doblegaban la más severa prudencia, el incierto deseo de volver a una hora sensata al hogar, porque la noche era arrebato y aventura y en esa Ciudad de México la fiesta parecía no tener fin.
El Tío Sam, El Siglo XX y El Club de los Artistas fueron los templos donde recibió su bautizo cabaretero. Ahí se asomó a la ilusión desmedida cuando se enamoró de una bailarina de El Club de los Artistas. “Me traía loco”, recuerda con esa sonrisa que nunca lo abandona. Quería estar todo el tiempo con ella, fue su primera modelo en ese ambiente y también el presagio de lo que le deparaba el futuro.
A los 18 años abandonó el oficio de zapatero y, con la ayuda de su hermano José, entró a trabajar a la Kodak, donde se inició en la alquimia del revelado y fue ampliando y afinando su mirada como fotógrafo, registrando todo lo que encontraba a su paso. Creció su afición por la vida nocturna, se hizo amigo de mujeres hermosas en los cabarets que frecuentaba y les propuso retratarlas. Sin saberlo, ahí comenzó a tejer su leyenda.
Dos o tres años más tarde, en una de las reuniones habituales en el barrio, les mostró esas fotografías a sus amigos. Entre ellos estaba el célebre Paco El Elegante. Las vio, las elogió y le preguntó si le interesaría publicarlas en un periódico. Juan le dijo que sí emocionado, no esperaba esa propuesta que le cambiaría la vida.
Paco El Elegante, imposible referirse a él de otra manera, le presentó a don Armando Luis el Chato Azcona, reportero de la sección policiaca del periódico El Metropolitano, que tenía sus oficinas en un edificio de Enrico Martínez casi esquina con Av. Chapultepec, donde estaba también la Asociación Mexicana de Periodistas de Radio y Televisión (AMPRYT), de la que formaban parte personajes como Jacobo Zabludovsky. Ahí dio sus primeros pasos como profesional de fotoperiodismo, como se dice ahora, o como reportero gráfico, como se denominaban, orgullosos, los fotógrafos de prensa.
¿Qué vino después? La historia ha sido ampliamente documentada en entrevistas y reportajes. Juan Ponce Guadián pertenece a una generación que vivió sin reparos la vida nocturna de la capital del país. Su trabajo con las vedettes lo llevó a las más diversas publicaciones y al trato, siempre difícil, con editores como Héctor Pérez Verduzco, fundador y director de Órbita. El pior periódico del mundo y Escándalo S.A., donde las imágenes de Juan y otros fotógrafos de la farándula alternaban con textos de autores como Renato Leduc, Flavio Zavala Miller, José Ramón Garmabella y el propio Pérez Verduzco, egocéntrico, sarcástico, y muy popular.
En la revista Chulas y divertidas, que incluía un poster en las páginas centrales, Juan vivió uno de sus momentos estelares; en esa publicación, dirigida por el oscuro Juan Antonio Torres, donde eran frecuentes las imágenes de jóvenes desconocidas, él llevó a las vedettes más famosas. Muchas de las fotos de aquella época forman parte de su libro Chulas y divertidas. Otras divas mexicanas, publicado por Conaculta y el Instituto Nacional de Antropología e Historia en 2012, que ha dado origen a diversas exposiciones donde lucen en su esplendor Lyn May, la Princesa Lea, la Princesa Yamal, Gina Montes, Amira Cruzat, Olga Breeskin, Alejandra del Moral, Cleopatra, Isela Vega y, por supuesto, Norma Lee, “La Diosa del Amor”, con la que Juan tuvo un tórrido romance —como se decía en las novelas rosas— y a la que le solía llevarle serenata con mariachi.
Eran los años setenta y ochenta y Juan Ponce Guadián se convertía, quizá sin saberlo, en uno de los imprescindibles cronistas gráficos de aquel momento extraordinario de la vida nocturna de la Ciudad de México, que desapareció abruptamente con los sismos de septiembre de 1985 y que solo es posible recordar a través de los testimonios y el trabajo de artistas legendarios como Juan, que nos hacen levantar los ojos para admirar, siempre fascinados, a las más grandes estrellas de la noche mexicana.
Las hice felices
Desde la década de los cincuenta y hasta finales de los años ochenta del siglo XX, en las marquesinas nocturnas, en los semanarios picantes y chacoteros del entretenimiento para adultos, figuraba como cronista visual el legendario fotógrafo Juan Ponce Guadián. Su presencia fue imprescindible en el imaginario erótico de la plebe.
En la vida cotidiana del aquel entonces turbulento D.F., el fotógrafo y sus modelos contribuyeron a la incipiente revolución sexual chilanga vigilada por la censura y la corrupción. Cabarets, salones de baile, antros, giros negros, domicilios particulares, vehículos de lujo y espacios al aire libre, fueron los escenarios naturales para que Juan Ponce fotografiara a las más hermosas sicalípticas que reinaban los centros nocturnos y teatros de revista más célebres de su época.
Por la lente de Ponce revelaron su esplendor Sasha Montenegro, Lyn May, Princesa Lea, Cleopatra, Paulette, Meche Carreño, Ivonne Govea, Olga Muñiz, Cristina Molina, Isela Vega, entre otras vedettes, exóticas, cantantes y rumberas. Junto a ellas, empresarios del “peluche” que impulsaron el cine de “ficheras” conformaron una fauna noctámbula variopinta que aparece en la crónica visual del maestro Ponce: la diversidad LGBTT en aquel entonces en la semiclandestinidad, Arturo Durazo, Carmen Salinas, Isela Vega, Margo Su, Lucha Villa, comediantes albureros y muchos otros personajes de la farándula se contoneaban a ritmo de mambo y tropicalosas.
La sociedad mexicana de todas clases sociales salía a disfrutar la noche solapados por marquesinas deslumbrantes con un elenco de lujo que incluía a mandamases salidos del priísmo. Más de cuatro décadas registrando con fotografías la noche sensual de una ciudad donde abundaba la diversión para adultos. Gran narrador visual y de su propia experiencia de Periquillo Sarniento con cámara, Ponce nos pone al tanto de su paso como protagonista del ambiente de la diversión nocturna.
En esta exposición, el fotógrafo explora una manera de vivir y entender una sexualidad que ha cambiado radicalmente al día de hoy. Las hermosas mujeres que pasan por su ojo se situaron en los márgenes de lo socialmente aceptado. Fueron transgresoras desde su identidad femenina reafirmada por sus cuerpos y con ello, cuestionaron el conservadurismo pregonado desde el poder.
La fotografía del maestro Juan Ponce, lejos de ser un producto cultural vulgar y objetivación sexual, va más allá del declive moral. Es una expresión viva y necesaria del erotismo tan buscado en el consumo de masas. Juan “Ponsex” llevó a los límites la tolerancia y la hipocresía contra la sexualidad diversa desinhibida. “Las hice felices”, afirma, pícaro, sobre sus modelos.
J. M. Servín
Santa María La Sensual, 2023
José Luis Martínez S. (ciudad de México, 1955)
José Luis Martínez S. es director del suplemento cultural Laberinto de Milenio Diario. Desde 1979 ha escrito sobre música, literatura y la noche en periódicos y revistas nacional. En 1986 comenzó a publicar su columna «El Santo Oficio» en la revista Diva; actualmente lo hace en el suplemento Milenio Dominical. Fue editor en el Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Es coautor de los libros De la región al mundo (Gobierno del Estado de México, 2005) y País de muertos (Debate, 2011), y autor de La vieja guardia. Protagonistas del periodismo mexicano (Mondadori, 2005). Ha sido docente en la Facultad de Estudios Superiores Aragón de la UNAM y en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García; también ha impartido talleres de crónica, reportaje y periodismo cultural en diferentes ciudades del país. Estudio periodismo en la UNAM y administración de la educación en la Universidad de Lima.
J. M. Servín
Escritor, periodista y editor. Su más reciente obra es ‘Nada que perdonar: Crónicas facinerosas’ (Random House, 2018). |