Prieto poeta de pulquería

Por: Juan de Dios Maya Ávila

Prieto poeta de pulquería

Dios te lo paga, to pagresito

Si lo que cuentan es la verdá

Que lo volvemos los naturales

De lo pueblitos, por lo canal.

Las buenas óperas, en su más estricto sentido etimológico, deben comenzar con una historia de amor que ineludiblemente se ha de terminar cantando (o llorando) en una pulquería. Pulque y poesía ¿qué más puede uno pedir en el infortunio? Espero dar algunas luces sobre lo que afirmo de la mano de un poeta del pueblo, como lo fue Guillermo Prieto, y del añejo testimonio de mi familia. A Prieto se le puede acusar, como a muchos de nuestros poetas decimonónicos, de desigual. A veces francamente panfletario, otras demasiado arrebatado por el numen de la patria; aunque claro, bien podría desde el Mictlán replicarnos que él sí fue soldado y no nomás un lenguaraz. No obstante, hay una poesía suya a la que me parece debemos volver con los ojos más abiertos y el corazón despierto: sus versos populares, aquéllos donde se nutrió de la voz de la leperada, del chimeco, de la musa mexicana.

A mí no me gustan, chico,

Mujeres de calidán

Quiero una china, ¡Perico!

Con toda su indinidá.

Sin saber qué es ambigú

Ni cantar la casta diva

Me deteriora, me priva,

Con su angélico mirar.

Ahí está: hasta con guiño burlón a los Bellinis y narices respingadas, que a la fecha, seguramente, encontrarán esta poesía de “feos modos”, mientras escogen sus viandas. Pero los de la pulquería gritarán: ¡otra, maestro, otra, que yo pongo la siguiente ronda y las botanas! Y…

…arrímense los del suelo,

Acércate acá, buen viejo, 

Bebe sangre de conejo,

Parece que estás de duelo.

¡Ah, ya paladearon los entendidos la afamada sangre de conejo curada con la tuna cimarrona! ¡Sangre de la luna de plata! Nos estamos entendiendo. Pero ¿y qué pitos toca aquí el amor? Regreso para no despistarme. El Amor. Esa cosa terrible que pica más feo que un diablo y embriaga como ningún neutle lo haría, hasta mandar a varios al psiquiátrico. Y en este punto hago entrar a mi prosapia. Mi tatarabuelo, don David Maya Nácar, allá por los mil ochocientos, todavía durante la pax porfiriana, se desempeñaba en su natal Iztacalco, tierra de buenos pulqueros, en la ribera del canal de La Viga, sembrando sus frutas y verduras en las consabidas chinampas, que llevaba a vender, navegando en su acalli, hasta al desembarcadero de Roldán.

Atrás los años cuando el cuaresma

Vino nosotros a vesitar

Todo eran risas, todo trabaja 

Con el pulquito con el cantar.

Estas chinampas muertas de risa

Frescas lo daban lechuga y col

Se redamaba la chalupita

Cortando agua llena de sol.

Cómo que me parece que escucho decir a mi tatarabuelo, los labios mojados por el fresco neutle, en sus mozos ayeres, donde habría vivido una bucólica felicidad eterna, de no ser porque, cierta tarde de Cupido, vio salir de misa, con toda su linda estampa, a Vicenta Clorio y ¡zaz!, que se enamora. Pero recordemos que en esos tiempos mochos, los padres tenían la fea costumbre de querer mandar como dictadores en las vidas de sus hijos, sin importarles pasiones. Los progenitores de la joven Vicenta le prohibieron ver a su enamorado y el aludido,  en respuesta, vendió su chinampa y su chalupa y se robó a Vicenta para llevársela a vivir muy muy lejos de Iztacalco, a tierras tepanecas, chintololas, sin canales ni chinampas: Azcapotzalco. 

Almíbar redetido

Para mis labios,

Son, niña, mis requiebros

Cuando te canto.

En su busque y rebusque, a don David le cuadró un gran terreno que casi hacía esquina con la capilla novohispana de San Lucas, en el antiguo barrio otomí de Atenco, sobre el cauce de la avenida que conecta en línea recta a Azcapotzalco con Tacuba, pasando por otros tantos barrios prehispánicos como Nextengo (donde se filmó “Allá en el Rancho grande…”) y Santa María Malinalco. Franquean a la fecha dicha avenida caserones afrancesados de la aristocracia porfiriana, que chocaban con la humildad de los barrios populares. ¿Qué habrá convencido a mi tatarabuelo de fincar ahí su nueva huerta? En buena parte un risueño apantle que regaba con sus aguas la campiña y también lo fértil del suelo abonado con entierros prehispánicos que salían al menor barbecho, de suerte que las muchachas hacían de enormes cajas mortuorias de piedra sus macetas y los chamacos jugaban a las canicas con los chalchihuites  sagrados (y seguro que uno que otro ladino usaría las quijadas, fémures y cráneos para brujerías oscuras). Sí, todo ello habrá contado, pero es que también don David supo que al barrio llegaban los paisanos de Zumpango con sus chiquihuites atestados de mercancía, con los patos anudados al hombro y las carpas recocidas; pero sobre todo, con los odres (cueros curtidos de marrano) donde traiban el más fresco pulque.

Para el mole el pulque fino

Para el frijol, el tlachique,

Agua para el alfeñique

Y para el pescado, el vino

Cada cosa con su cosa

Y ni por pienso se iguala

Nunca la mujer legala

Con la amiga resabiosa.

Y como don David fuera sabio, se ajustó a su “mujer legala” a quien amó de sobra, pues varios hijos tuvieron, que no hay mejor afrodisiaco que el muchachero octli.  La gran huerta se repartió en los tantos vástagos y se bardeó el perímetro para forjar los límites con el resto del barrio que iba creciendo. A la postre, y generación tras generación, aquello cundió más que lo búlgaros, a razón de que hoy en día, a esa esquina de San Lucas se le llama “El pueblito de los Maya”. La rama que a mí atañe, es la del hijo mayor de David y Vicenta: don Cruz Maya Clorio, mi bisabuelo, hombre robusto, fuerte, alegre, que ya no tomó el oficio de campesino sino el más urbano de “cácaro” en el cine. No obstante, de niño, Cruz era quien tenía el encargo de ir a conseguir  el pulque para el día a día de su padre. Alguna vez, en uno de esos trajines, allá por los establos de Azcapotzalco (según él mismo me lo contó), Cruz miró a un hombre grandote, de botas que le cubrían hasta las rodillas, uniforme caqui y tejana militar. Era Pancho Villa. La revolución había llegado. Para entonces nuestro Prieto (1818-1897), ya llevaba varios añitos bajo tierra.

¡Huy, qué tono de Catrina!

¡Qué dengosa! ¡Qué sonrisa!

Parece padre de misa

¡Y es monigote tal vez!

Don Cruz Maya enseñó a su vez el gusto y resabio por el pulque —así como el oficio de proyector de películas—, al mayor de sus hijos, mi abuelito, que Dios tenga en su gloria, don Alejandro Maya Almaraz, hombre amoroso, que como buen bebedor de pulque, también tuvo su hato de escuincles, a uno de los cuales le endilgó, entre otras herencias, el nombre de David Maya, esta vez: Gutiérrez. Mi padre, quien alcanzó a convivir varios de sus primeros años con su bisabuelo tocayo, y aprender de él la sabiduría de Mayahuel así como el amor por la vida campesina. Y aunque mi padre sí pudo estudiar una profesión y ejercer como ingeniero, cuando se casó con mi madre decidió irse a tierras también otomites, más al norte, al campo cerrero, a Tepotzotlán (donde nacimos sus hijos),  porque Azcapotzalco había sido devorado por la ciudad. Hoy, jubilado de teléfono de México, mi padre puso un restaurante que es, además, pulquería.

¡Viva el zumo del maguey!

—Vamos, otro trago, niña,

Porque está el pulque de piña

Bueno para el mismo rey.

Cuando niño, mi padre era uno de los consentidos de su abuelo David, quien le encargaba ir por sus respectivos tres o cuatro litros de la jornada a cierta pulquería, a la cual le llamaremos ficticiamente “Ya se te olvidó el encargo” —en tanto que mi padre ya no recuerda su nombre— que estuvo ubicada en la esquina que hacen la calle 22 de Febrero y la avenida Camarones, en el mero ombligo chintololo.  Que si nombres nos faltaran, Prieto nos recuerda en sus Memorias algunas célebre pulcatas que él mismo visitaba, donde cambiaba los tlacos por jícaras (a la vez que aprendía el arte de la rima en décimas y coplas): La Cañitas y Los Pelos (por el rumbo de San Pablo), El Diamante (Regina), Nana Rosa (La Viga) y Tío Aguirre (Tepito). De ésta última apunta:

La calle real de Santa Ana dividía el barro de Tepito del de el Tecpan de Santiago Tlaltelolco y garita de Vallejo, a cuya vecindad cultivaba sus escándalos la pulquería del tío Juan Aguirre, famosa por sus caldos escogidos y sus enchiladas, envueltos y chalupas.

Y ahí, entre léperos chinacos, livianas chinitas y jícaras rotas, a la sombra de las tinajas a medio batir, es que el poeta Prieto aguzaba el oído en la verba popular y se hacía del parque que habría de quemar cuando se hizo llamar Fidel. Y hasta en la palabrería chirriante de esos pleitos de pulquería, a Prieto le susurraba la musa callejera: 

—Oiga, escuche, ¿no le gustó?

—dijo al galante con ira—

—La verdá que es usté fiero

Y más junto de esa niña.

—Mire que le llego al cuero.

—Mire que soy una avispa.

—Paz por Cristo.

—Meta mano.

—Le llego,

—Es tarde.

—¡Por vida!

—So cobarde.

—So ajembrado

—Allá voy que saco chispas…

Y se cruzan lo puñales.

Ciertamente, las pulquerías terminaron por ser sitios que cargaban con cierta mala fama, sobre todo cuando durante el porfiriato se le hizo una campaña de desprestigio al pulque por parte del naciente emporio cervecero. Tan así, que ya para bien entrado el siglo XX, estaban vigentes las prohibiciones para que al tinacal no entraran niños ni mujeres. Mi padre recuerda que las pulquerías se dividían en dos departamentos. El de los hombres, al interior, con su aserrín en el piso para los gargajos y su baño a la vista, donde se apretaban las tinajas y se aderezaban los neutles blancos y curados con una botanita de enchiladas o fiambres parecidos. Y el departamento de damas, al exterior (que era también el de los niños), donde se despachaba por una ventanita que daba a la calle.

En esos jacales

¿Venderán tíbico?

¿O chicha sabrosa?

¿O pulque del fino?

¿O serán jaulas

De guardar pericos?

¿Y por qué los niños? Porque éstos acompañaban a sus padres o abuelos, pero se quedaban afuera y el pulquero, si era pío, les regalaba un vasito de pulque dulce (aguamielero) y les daba los “carritos”, un singular juguete que, según mi padre, constaba de una pelotita de papel de china rellena de aserrín con una liga pegada cuyo cabo se amarraba al dedo índice o anular para rebotarla en la palma de la mano. Así prestaban menos atención al aburrimiento y al escándalo.

Guerra e que muera todo trigüeño

Los borrachitos blanco calzó

Vaya la chinche…los de sorbete

Y los decentes Necuacuan sió.

Al pasar los años, cuando el primer David tenía tiempo de haber muerto, mi padre solía acompañar a mis abuelos Cruz y Alejandro a otra pulquería que ya no conoció las divisiones de los departamentos. Los Tinacales, que estuvo en Puente de Vigas, cerca de las carnitas Don Nico. Singular porque guardaban la bebida sacra en grandes tinajas de cuero. Mi hermano, David Maya Avila, y un servidor, tomamos pulque desde muy niños. No en los establecimientos citadinos, sino en “jacales” de adobe en la sierra de Tepotzotlán. Ni una de esas pulquerías de mis abuelos, de mi padre y del buen Prieto conocimos. Afortunadamente —en el caso contrario—, la  poesía nunca muere. A los pocos años de que falleció mi bisabuelo Cruz, siendo yo un adolescente, mi padre quiso trasladar de San Lucas a Tepotzotlán el antiguo mueble de trabajo del primer David. Allá fuimos todos hacer bola para ayudar, porque era un armatoste enorme y pesado. Primero hubo que vaciarlo, porque tenía décadas de historia acumulada en sus entrañas. En una esquina, la más polvorienta del mueble, hallé un elegante librito de tapa azul y grecas doradas que apretaba, por si fuera poco, un bonche de recortes de periódicos antiquísimos con secciones de versitos. El libro llevaba un largo título: México poético. Colección de poesías escogidas de autores mexicanos, cuya compilación se la atribuía Adalberto A. Esteva, quien, en 1900, la había entregado a los tipógrafos de la Oficina Impresora del Timbre en Palacio Nacional. Le llevé mi descubrimiento a mi abuelo Alejandro, quien con sentimiento lo recibió y me dijo:

  • Éste, hijo, es el librito con el que tu tatarabuelo David enamoró a la abuela Vicenta. Te voy a leer los poemas con los que la convenció de robársela…

Y luego, con la intimidad de quien conoce el objeto como si éste mismo fuera de la familia, lo abrió en la página 39 y me enseñó uno versos de amor, encerrados con lápiz en un círculo, escritos por un tal Guillermo Prieto, quien, además, también era autor de los versos pulqueros y léperos impresos en los recortes de periódicos (firmados en su mayoría como Fidel), varios de los cuales he transcrito aquí para acompañar esta miscelánea de recuerdos. ¡Salud!…

Nota final: quien antes del 21 de marzo del año que corre lleve impreso (o en la pantalla de su celular) este artículo al departamento de pulques del restaurante, balneario y pulquería El Sitio Maya en San Miguel Cabañas (Tepotzotlán), recibirá un curado Sangre de Conejo como cortesía del hoy tlachiquero y siempre poeta don David Maya Gutiérrez. 

Juan de Dios Maya Ávila


Juan de Dios Maya Ávila

Juan de Dios Maya Avila (Tepotzotlán, 1980). Egresado de la Universidad Autónoma Metropolitana. Miembro del consejo editorial de la revista El Burak también formó parte de la redacción del suplemento de libros Hoja por Hoja. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en los periodos 2006-08. Ganó el Concurso Internacional de Cuento, Mito y Leyenda Andrés Henestrosa 2012 con la obra La venganza de los aztecas (mitos y profecías) misma que publicó la Secretaría de Cultura de Oaxaca y que en 2018 fuera traducida parcialmente por la Texas A&M International University. Becario del Fondo para la Cultura y las Artes en el periodo 2015-2016. En 2018 la editorial Resistencia le publicó el libro de cuentos eróticos Soboma y Gonorra. Becario del Pecda Estado de México en 2019 y beneficiario en este mismo año del programa Pacmyc por la creación en 2013 del Concurso Estatal de Cuento y Poesía para Niños y Jóvenes San Miguel Cañadas Tepotzotlán. Se publicó, gracias a este apoyo, la antología Érase un dios jorobado (Ediciones Periféricas, 2019). A finales del 2019 ganó el Concurso Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés con el cuento “Díptico disléxico”. En 2020 publica el libro de crónicas El Jorobado de Tepotzotlán (Literatelia, 2020). Actualmente es titular dela sección Canaimera en la revista hispanoamericana El Camaleón. ​